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Hace una década, a comienzos de la temporada 2015-16, el Leicester City FC era, en teoría, un candidato al descenso. Fundado en la ciudad homónima en 1919, su presupuesto era uno de los más bajos de la Premier League y las casas de apuestas pagaban 5.000 euros por cada euro apostado por su título. Para ponerte en contexto, querido lector: consideraban más probable encontrar a Elvis Presley vivo que ver al Leicester campeón.
El italiano Claudio Ranieri llegó al club en julio de 2015 rodeado de escepticismo. Su última experiencia en Grecia había sido un desastre. Y la prensa inglesa lo recibió con desdén: «Ranieri, el técnico del pasado». El bueno de Claudio entendió algo esencial: no tenía estrellas, así que debía construir un equipo de obreros que creyeran en una causa común.
Simplificó el sistema. 4-4-2 clásico, directo, físico, sin artificios. La clave no era la posesión, sino la intensidad, la disciplina táctica y una mentalidad feroz. Instauró en el vestuario el lema: «Quizás no seamos los mejores, pero podemos trabajar mejor que los demás». Mientras los grandes se desgastaban en Champions y polémicas, el Leicester jugaba con alegría y sin miedo. Disciplinado. Trabajador. Corría, luchaba, defendía con orgullo. Estaba centrado en la mejora continua.
Semanas antes de acabar la liga la casa de apuestas Ladbrokes ofreció a un aficionado del Leicester, que había apostado 50£ al inicio del campeonato, el pago de 72.000£ (en lugar de los 250.000£ que podrían pertenecerle) por "dejarlo estar". El mundo del balompié ya iba asumiendo el milagro. El lunes 2 de mayo de 2016 el Tottenham empató ante el Chelsea y el Leicester se proclamó campeón de la Premier League. Ranieri lloró. El equipo se llenó de júbilo y emoción. El fútbol mundial celebró la epopeya de los humildes: un equipo de supuestos descartes, con trabajo, compromiso, sacrificio y mejora constante había vencido al sistema.
Pero al año siguiente, con los mismos jugadores, el mismo entrenador y el King Power Stadium lleno... algo se apagó. Ya no jugaban para demostrar: jugaban para mantener. Y en el fútbol, como en la vida, cuando juegas para mantener, empiezas a perder.
Superado un cuarto de la competición en Segunda RFEF, la situación de la Gimnástica Segoviana me recuerda (salvando las evidentes distancias) la primera parte del cuento del Leicester. Entrenador que se está reconciliando con el fútbol después de alguna experiencia traumática. Una mezcla de discretos obreros con calidad que saben de qué va este oficio, unido a "pipiolos" recién salidos del cascarón que se están abriendo paso a empujones. Con unos recursos económicos más modestos que varios transatlánticos presupuestarios del grupo. Pero, como en nuestro símil británico de hoy: 4-4-2 clásico, directo, sin artificios. Intensidad. Disciplina táctica. Mentalidad feroz.
El equipo completa este primer 25% de competición en tercera posición, a dos puntos del líder y siendo el equipo menos goleado. Intratable en casa (todavía no han perforado su red en La Albuera) y ascendiendo puestos en su condición de visitante tras la victoria del domingo frente al Salamanca UDS. Y lo más importante, lo más característico: dando una imagen de solidez, de poderío y de tener siempre un plan sobre el césped, que convierte en una gozada seguirlo incluso a 662 kilómetros, que es la distancia exacta que separa la puerta de mi casa del acceso derecho a La Albuera, ese en el que está situada la tienda del estadio. (Disculpen este pellizquito de vanidad)
Ante esta situación yo me preguntaba tras la victoria del domingo, «¿qué se le puede pedir al equipo en esta situación?» La respuesta es sencilla: que la llama no se apague. Que si les llegara en algún momento a visitar la tentación vestida de complacencia y rutina, le cierren la puerta en los morros. Que cada jornada de entrenamiento en La Albuera siga siendo un día de aprendizaje, de carreras, de lucha, de progreso.
Que nuestra Sego acabara emulando al Leicester 15/16, justo diez años después de aquella gesta que dio la vuelta al mundo, sólo se podrá conseguir a través de la mejora continua, de la exigencia constante y del espíritu de superación. El éxito empieza a morir el día que se siente suficiente. La única forma de conservarlo es seguir mereciéndolo cada día. No se pierde de golpe: se desgasta lentamente el día que dejas de cuidarlo. ¿Qué podemos pedirle al equipo? Muy fácil. ¡Que el ritmo no pare!
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